A un primer vistazo, el ser humano y el Universo resultan demasiado complejos como para encajar entre ellos por obra de casualidad. Si la Tierra estuviera algunos millones de kilómetros más alejada o más cerca del Sol, las condiciones serían imposibles para la vida. En la misma línea podemos seguir analizando la composición química de la atmósfera, la influencia gravitacional de la Luna, la inclinación del eje de nuestro planeta e incontables cuestiones más, concluyendo que el hombre y el Universo deben estar diseñados de manera inteligente y planificada.
Desde la antigüedad pensábamos que, como las lluvias y las cosechas nos resultaban beneficiosas, entonces debía existir un dios que las estuviera disponiendo. Asumíamos inmediatamente que, al ser algo importante para nosotros, entonces no podían depender del azar; es decir, de una simple cadena de causas y consecuencias sin sentimientos, completamente indiferentes a nuestras necesidades. Naturalmente la ciencia ha derrumbado estos mitos en particular, pero constantemente caemos en el mismo error, en incontables situaciones. Siempre que la ciencia ha querido determinar el origen de los fenómenos, ha optado sin excepción por el azar y no por la intervención de un ser superior interesado en nuestros asuntos.
La Teoría del Big Bang, modelo basado en una colección de soluciones de las ecuaciones de la relatividad general, plantea una solución científica estructurada, pero topa con pared a la hora de definir e individualizar la energía que liberó la expansión de la materia y el Universo, y se ha limitado a llamarla “singularidad” ( singularidad espacio-temporal de densidad infinita, matemáticamente paradójica). Yo prefiero otorgarle otro nombre: PRIMORDIALIDAD.
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